💸 Mi mamá estaba enferma… pero lo que vi esa noche me dejó marcado de por vida
La semana pasada, llamé a mi mamá para pedirle dinero. Ella no dijo mucho, solo desvió la llamada a mi papá. Él me prometió que me enviaría “algo” durante la semana. Me llené de esperanza. Esa misma noche, lavé todos mis trastes vacíos, convencido de que pronto volvería a comer como rey.
Pasaron dos días. Luego tres. Una semana entera… y nada. Ni un mensaje, ni una llamada, ni un depósito. La desesperación me estaba comiendo. Ayer no aguanté más: tomé el celular y marqué, con la voz quebrada. Casi llorando.
Papá, con voz cansada, me dijo que no había podido enviar nada.
—Mejor ven a casa. Te doy el dinero aquí —dijo.
Sin dudarlo, en menos de una hora ya iba rumbo al pueblo desde la ciudad universitaria. El camino estaba hecho pedazos. Los hoyos en la carretera me hicieron tardar más de lo previsto, pero al fin llegué. Como ya era tarde, decidí pasar la noche y recoger el dinero por la mañana.
Pero desde que crucé la puerta, sentí algo raro. Un silencio demasiado profundo. La casa olía a incienso viejo y a medicina.
Mi tía, la hermana de mi papá, andaba en la cocina. Me explicó que mi mamá llevaba días en cama. No se podía mover. No comía. No hablaba casi nada.
Subí corriendo a verla.
—¿Mamá? —dije en voz baja, sentándome al borde de su cama. Le puse la mano en la frente. Estaba caliente como el fuego, pero su piel… helada como el hielo.
Abrió los ojos con esfuerzo.
—Tu papá… dinero… te va a dar… ve a comer… y (tosió con dolor) descansa…
Quise hacer mil preguntas, pero algo me detuvo. No era el momento. Me levanté y salí del cuarto, con la intención de regresar más tarde, cuando todos estuvieran dormidos.
Y esa noche… el infierno se desató.
Algo me despertó. Una presión en la vejiga. Fui al baño, medio dormido. Pero mientras orinaba, escuché unos ruidos raros. Ruidos que no debían estar ahí. Algo entre susurros, jadeos… ¿lágrimas?
Entonces recordé mi promesa: volver al cuarto de mamá.
Después de sacudir mi “herramienta”, jalé la palanca del excusado, me lavé las manos y caminé, paso a paso, hacia su habitación.
Los sonidos se hicieron más fuertes. Y mi corazón… también.
Empujé la puerta lentamente.
Y lo que vi… me borró la razón.
Mi madre estaba sentada en la cama. Pero no parecía humana. Tenía los ojos completamente abiertos, como si algo o alguien la poseyera. Vomitaba billetes. Montones y montones de billetes de mil.
Frente a ella, arrodillado en el suelo, mi papá metía todo ese dinero en una bolsa negra enorme, como si estuviera empacando droga.
Me quedé paralizado.
No entendía nada.
No podía hablar.
No podía gritar.
Regresé a mi cuarto como un zombi. Me senté en el suelo, con la mirada perdida, mientras allá afuera la noche seguía su curso como si nada estuviera ocurriendo.
Y de pronto…
un grito.
Uno que no salió de mi boca.
Uno que venía del cuarto de mis padres.
Y lo que ocurrió después… lo contaré en la segunda parte