La niña suplicó “Me duele mucho la mano”. Entonces, de repente, su padre millonario entró corriendo y gritó…
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“¡Me duele mucho la mano! ¡Por favor, basta!”, gritó la pequeña Sophie, su diminuto cuerpo temblando mientras se arrodillaba en el frío suelo de baldosas. Lágrimas corrían por sus mejillas enrojecidas mientras se sujetaba la mano, el dolor insoportable.
Sobre ella se erguía imponente Margaret, su madrastra, impecablemente vestida con un elegante vestido rojo oscuro y perlas. Su dedo apuntaba bruscamente a Sophie como si fuera un arma.
“¡Niña torpe! ¡Mira lo que has hecho—has derramado agua por todas partes! ¿Sabes cuánto problema me causas cada día?”
Junto a Sophie había un balde metálico y un trapo mojado, evidencia de su intento de limpiar el derrame. Había tratado de ayudar, pero en su esfuerzo resbaló, golpeándose la mano contra el borde del balde. Ahora sollozaba de dolor mientras la furia de Margaret caía sobre ella.
“¡No quise hacerlo!” gimoteó Sophie. “Por favor, mi mano… me duele mucho.”
Pero Margaret no mostró compasión alguna.
“Eres débil, Sophie. Siempre llorando, siempre quejándote. Si quieres vivir en esta casa, tendrás que endurecerte.” Su voz era lo suficientemente afilada como para cortar piedra.
En ese mismo instante, la puerta principal se abrió de golpe. Richard Hale, el padre de Sophie, irrumpió en el comedor aún con su maletín de cuero en la mano. Su corazón casi se detuvo al ver la escena: su hija en el suelo, llorando de dolor, y su esposa erguida sobre ella con la crueldad grabada en cada línea de su rostro.
“¡Margaret!” rugió Richard, su voz estremeciendo las paredes. “¿Qué demonios le estás haciendo a mi hija?”
La escena se congeló. Sophie jadeó entre sollozos, sus ojos muy abiertos girando hacia su padre—la única persona a la que había estado rogando en silencio.
Richard dejó caer el maletín con un golpe sordo y corrió al lado de Sophie. Se arrodilló, levantando suavemente su mano herida. Su corazón se rompió al ver el moretón que comenzaba a formarse en sus pequeños nudillos.
“Cariño, estoy aquí. Déjame ver. ¿Te duele mucho?”
Sophie asintió desesperadamente, incapaz de hablar entre sollozos. Enterró el rostro en su pecho, aferrándose a él como si su vida dependiera de ello.
La mandíbula de Richard se tensó, la furia hirviendo en sus venas. Se levantó lentamente, volviéndose hacia Margaret. Sus ojos ardían.
“Explícate. Ahora.”
Margaret bufó, a la defensiva.
“Está exagerando. Se cayó mientras limpiaba, nada más. Los niños exageran.”
La voz de Richard retumbó como un trueno.
“¿Exagerar? ¡Está suplicando de dolor! ¿Y tú estás aquí gritándole en vez de ayudarla? ¿Qué clase de mujer hace eso?”
Margaret cruzó los brazos, su elegancia desmoronándose bajo su furia.
“He intentado, Richard. Pero no es mi hija. Nunca escucha. Se equivoca constantemente, y tú nunca estás en casa para verlo.”
Sus palabras golpearon a Richard como una bofetada. Se había enterrado en su empresa, diciéndose que construía un futuro para Sophie. Pero ¿de qué servía una fortuna si su pequeña sufría en silencio?
Se acercó a Margaret, su voz baja pero mortalmente seria.
“Puede que no seas su madre, pero como mi esposa, tenías un deber—protegerla, amarla como a tu propia hija. Y en cambio, has roto su espíritu.”
Margaret vaciló, su máscara resbalando. Las siguientes palabras de Richard fueron de acero.
“Si no puedes tratar a Sophie con amor y bondad, entonces no perteneces a esta casa. Mi hija es lo primero. Siempre.”
Detrás de él, Sophie susurró débilmente:
“Papá…” Su pequeña voz le dio fuerzas.
El comedor quedó suspendido en silencio. El rostro de Margaret se torció de indignación.
“¿Así que la eliges a ella en vez de a mí? ¿Después de todo lo que te he dado—tu imagen, tu estatus, los eventos que organicé para mantener tu imperio brillante?”
La expresión de Richard se endureció.
“Construí mi imperio mucho antes de conocerte. Pero Sophie—” Se volvió hacia su hija, aún sujetándose la mano herida, sus ojos hinchados de lágrimas. “—Sophie es el único imperio que me importa.”
Se agachó de nuevo, apartando un mechón de su rostro.
“Cariño, lo siento. Debería haber visto esto antes. Debería haber estado aquí para ti. A partir de ahora, te prometo que nadie volverá a hacerte daño.”
Las lágrimas de Sophie fluyeron de nuevo, pero esta vez de alivio.
“Yo solo te quería a ti, papá. No las fiestas… no la casa. Solo a ti.”
El corazón de Richard se quebró del todo. La levantó con cuidado en sus brazos, sosteniéndola como si fuera el tesoro más frágil del mundo. Luego se volvió hacia Margaret, su voz definitiva.
“Lárgate. Esta casa, mi vida, mi hija—ninguna de estas cosas tiene espacio para la crueldad. Considera que este es tu último día aquí.”
Margaret jadeó, su rostro pálido de sorpresa, pero Richard no vaciló. Llevó a Sophie fuera de la habitación, más allá del agua derramada y el balde, hacia la puerta donde la luz se filtraba.
Afuera, el aire fresco besó las mejillas de Sophie mientras enterraba el rostro en el hombro de su padre. Por primera vez en meses, se sintió segura.
Mientras la puerta se cerraba detrás de ellos, Richard susurró en su cabello:
“Tú eres mi todo, Sophie. Mi amor, mi razón, mi mundo. Nunca más permitiré que supliques por piedad.”
Y con eso, el imperio de la riqueza no significaba nada comparado con el imperio del amor entre un padre y su hija.