Él Rescató a una Gigante Mujer Apache del Río — Al Día Siguiente Su Padre Llegó con una Recompensa….

 

Él Rescató a una Gigante Mujer Apache del Río — Al Día Siguiente Su Padre Llegó con una Recompensa….

En un rincón olvidado de las montañas de México, donde el sol quemaba la tierra y el río serpenteaba como una vena de plata entre los árboles, un viejo vaquero llamado Javier caminaba con paso lento, su sombrero gastado protegiéndolo del calor abrasador. Era septiembre de 1875 y el silencio del atardecer se rompía solo por el murmullo del agua y el crujir de sus botas.

De pronto, un grito desgarrador atravesó el aire, un sonido que heló la sangre en sus venas. Sin pensarlo dos veces, Javier corrió hacia el río, su corazón latiendo como un tambor de guerra. Al llegar a la orilla, sus ojos se abrieron de par en par. Allí, atrapada entre las rocas y el agua turbulenta, una mujer gigantesca luchaba por liberarse.

Su vestido rojo, empapado y rasgado, se adhería a un cuerpo imponente, sus músculos definidos como los de un guerrero apache. El agua la arrastraba y sus manos se aferraban desesperadamente a una piedra resbaladiza. ¿Quién eres?, gritó Javier, pero ella solo lo miró con ojos llenos de pánico, su voz ahogada por el rugido del río.

Sin tiempo para más, el vaquero se lanzó al agua, luchando contra la corriente para alcanzarla. El esfuerzo fue titánico. La mujer era enorme, mucho más alta que él y su peso lo hacía temblar mientras la jalaba hacia la orilla. Sus manos fuertes se aferraron a las de Javier y por un momento él temió que lo arrastrara consigo.

Pero con un último tirón, ambos cayeron sobre la tierra húmeda jadeando. Ella lo miró su respiración entrecortada y murmuró algo en un dialecto apache que Javier no entendió. Antes de que pudiera preguntarle más, la mujer se puso de pie tambaleándose y desapareció entre los árboles como un espectro, dejándolo solo con el eco de su respiración.

Esa noche Javier no pudo dormir. La imagen de aquella mujer, su fuerza descomunal y su mirada salvaje, lo perseguía. ¿Quién era? ¿Por qué estaba en el río? Las preguntas danzaban en su mente como sombras en la fogata. Al amanecer decidió seguir sus huellas armado solo con su revólver y una esperanza que no sabía explicar.

Las marcas lo llevaron a un claro en el bosque donde el aire se llenó de un olor a humo y tierra quemada. De repente, un sonido de cascos retumbó en la distancia. Javier se escondió tras un roble, su corazón acelerándose. Entonces lo vio, un grupo de jinetes apaches emergió del horizonte, sus plumas sondeando como banderas de guerra.

Al frente, un hombre anciano de rostro curtido montaba un caballo negro, su mirada penetrante fija en el camino. Pero lo que hizo que Javier se quedara sin aliento fue la mujer del río, ahora erguida junto al anciano, su vestido rojo reemplazado por pieles y una lanza en la mano. Era su hija y el anciano, sin duda, su padre.

El viejo apache desmontó y caminó hacia el centro del claro, alzando una mano en señal de paz. Javier salió de su escondite, el sudor corriéndole por la espalda. “¿Qué quieres de mí?”, preguntó con voz temblorosa su español mezclado con el temor. El anciano lo observó en silencio, sus ojos como pozos profundos, y luego habló en un español rudimentario.

“Tú salvaste a mi hija, Yaretsi. Por eso te doy algo que no esperas.” Javier frunció el ceño confundido. Un regalo después de lo que había visto, de la tensión que sentía en el aire. Antes de que pudiera responder, el anciano chasqueó los dedos y dos guerreros trajeron un cofre de madera tallada. Lo abrieron frente a Javier, revelando un brillo dorado que lo segó momentáneamente.

Oro. Montones de monedas y joyas relucientes suficientes para comprar una hacienda entera. Javier dio un paso atrás. Incrédulo. ¿Por qué me das esto? Balbuceó su mente dando vueltas. El anciano sonrió. Una mueca que no llegaba a sus ojos. No es solo oro, dijo. Es un pacto. Mi hija vive gracias a ti, pero ahora eres parte de nosotros.

El vaquero sintió un escalofrío. Parte de ellos. Antes de que pudiera protestar, Yaretsi se acercó. su presencia imponente llenando el espacio. “Mi padre dice verdad”, dijo con una voz grave que resonó en el claro. “Te debemos la vida, pero el oro viene con un precio. Debes jurar proteger a mi pueblo si el peligro llega.” Javier tragó saliva.

Era una trampa. Lo sabía. El oro brillaba como una promesa, pero también como una cadena. Si aceptaba, estaría atado a los apaches para siempre. Si rehusaba, ¿qué harían? Los guerreros lo rodeaban, sus lanzas listas, sus ojos fijos en él. La tensión creció como una tormenta. Javier miró el cofre, luego a Yaretsi y finalmente al anciano.

No quiero problemas, dijo al fin. Solo salvé a tu hija porque era lo correcto. El anciano inclinó la cabeza, pero su sonrisa no se desvaneció. El destino no pregunta lo que quieres replicó. Toma el oro o enfrenta las consecuencias. Javier sintió un nudo en el estómago. Las consecuencias podían ser su muerte.

Lo presentía. Con manos temblorosas tomó una moneda del cofre, el metal frío contra su piel. Los guerreros murmuraron y se asintió como si sellara un acuerdo. Pero la paz duró poco. Esa misma noche, mientras Javier intentaba dormir con el cofre a su lado, un grito cortó el silencio. Corrió afuera de su cabaña y vio un resplandor en el horizonte.

El campamento apache estaba en llamas. Montó su caballo y galopó hacia allí, el corazón en la garganta. Al llegar, el caos lo recibió. Guerreros yacían heridos. El fuego consumía las tiendas y en el centro Yaretsi luchaba contra un grupo de bandidos armados. Javier desenvainó su revólver y se unió a la batalla disparando con precisión mientras el humo lo cegaba.

La pelea fue brutal. Los bandidos, liderados por un hombre de rostro cicatrizado, parecían saber demasiado sobre los apaches. Los habían seguido desde el río. Javier no tuvo tiempo de pensar. Con un disparo certero, derribó al líder y los demás huyeron. Yetsi, cubierta de sangre y cenizas, lo miró con gratitud y algo más. Respeto.

Cumpliste tu juramento antes de jurarlo dijo jadeante. El anciano, herido vivo, se acercó cojeando. El oro es tuyo murmuró. Pero ahora eres nuestro hermano. Javier no sabía si sentirse honrado o atrapado. El oro pesaba en su bolsa, pero el peso de su nuevo destino era mayor. Los días siguientes fueron un torbellino.

Los apaches lo acogieron enseñándole sus costumbres mientras rumores de un ataque mayor circulaban. Una noche, bajo un cielo estrellado, Yaret le confió un secreto. Los bandidos no actuaban solos. Había un traidor entre los apaches, alguien que había vendido su ubicación. Sus ojos se encontraron y Javier supo que la verdad estaba cerca, pero también el peligro.

El clímax llegó cuando durante una ceremonia bajo la luna llena, un guerrero joven se levantó y acusó al anciano de traicionar a su pueblo por el oro. El caos estalló de nuevo, lanzas chocando, gritos llenando el aire. Javier, atrapado en el centro vio como Yaretsi protegía a su padre, su fuerza desatada como un torbellino. Con un esfuerzo sobrehumano, derribó al traidor, revelando un mapa en sus manos que marcaba un ataque inminente de un ejército mexicano.

El anciano, al borde de la muerte, miró a Javier y susurró, “¡Salva a mi gente.” Javier tomó el mapa y lideró a los apaches en una emboscada nocturna. La batalla fue sangrienta, pero lograron repeler al ejército. Cuando el polvo se asentó, Yaretsi se arrodilló junto a su padre, ahora fallecido. Eres libre, le dijo a Javier entregándole el cofre.

Pero el oro lleva tu nombre ahora. Javier lo tomó, pero su mirada estaba perdida. Libre. Sabía que su vida había cambiado para siempre y el eco de los tambores apaches resonaría en su alma por el resto de sus días. segundos.