Hoy en la tarde se encontraron un beb…Ver más

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La tarde caía lentamente sobre el pequeño caserío rodeado de árboles, donde el canto de los pájaros solía anunciar el final del día. Era un lugar tranquilo, casi olvidado por el mundo, donde cada rostro se conocía y cada historia se compartía entre todos como si fueran una gran familia. Y sin embargo, aquel día la calma se rompió de una manera que nadie esperaba.

Todo comenzó cuando don Ernesto, un campesino de manos ásperas y corazón noble, caminaba por un sendero que bordeaba el río. Con su machete colgando a la cintura y un saco lleno de frutas silvestres que había recogido, avanzaba tarareando una vieja melodía que su madre solía cantar. Pero al cruzar por un pequeño claro, escuchó un sonido extraño… un gemido suave, frágil, casi imperceptible.

Al principio pensó que se trataba de un animal herido, quizá un cachorro abandonado. Sin embargo, cuando se acercó, su corazón dio un vuelco tan fuerte que casi lo derriba. Allí, envuelto en una manta sucia y húmeda, temblando bajo la sombra de los árboles, había un bebé recién nacido.

—Dios mío… —susurró Ernesto, arrodillándose con manos temblorosas.

El pequeño estaba frío, tan pequeño que apenas parecía respirar. Sus deditos estaban arrugados, su rostro cubierto por restos de tierra y hojas que el viento había arrastrado. Era una imagen que rompía el alma de cualquiera. Ernesto, sin pensarlo dos veces, se quitó su camisa gruesa y envolvió al niño contra su pecho para darle calor.

Mientras lo sostenía, un miedo profundo y una ternura desgarradora se mezclaron dentro de él. ¿Quién podía abandonar a una criatura tan indefensa en medio del bosque? ¿Qué historia dolorosa había detrás de ese acto tan cruel? No tenía respuestas, pero sí tenía una certeza: no lo dejaría morir.

Con el bebé pegado a su pecho, corrió como no lo había hecho en toda su vida, gritando por ayuda mientras se acercaba a la zona donde vivían varios vecinos. Las personas salieron sorprendidas al verlo llegar empapado de sudor, con la respiración agitada y el pequeño bulto temblando en sus brazos.

—¡Un bebé! —gritó una mujer—. ¡Tráiganle una manta, rápido!

En minutos la escena se convirtió en un torbellino de preocupación. La señora Rosa, que tenía experiencia como partera, tomó al pequeño con cuidado y comenzó a revisarlo mientras los demás llamaban a la policía. Su voz serena contrastaba con la tensión del momento.

—Está débil… pero vive —anunció, y todos soltaron un suspiro lleno de alivio.

Cuando las patrullas llegaron, iluminando el lugar con sus luces azules, la historia apenas comenzaba. Los agentes tomaron notas, hicieron preguntas, trataron de entender cómo aquel pequeño había terminado allí, solo, expuesto al frío y a los animales. Pero nadie sabía nada. Nadie había visto a nadie. Nadie había escuchado nada. Era como si el bebé hubiese aparecido entre la tierra misma, como un milagro inesperado.

Las mujeres del lugar, movidas por una mezcla de compasión y maternidad, comenzaron a discutir quién podría cuidar de él temporalmente. Pero la decisión se tomó sola cuando Lina, una joven que desde niña había soñado con ser madre, sintió cómo algo en su corazón se encendía al verlo. Desde que lo vio, supo que ese pequeño había llegado a ella por una razón.

—Yo lo cuidaré —dijo sin titubear, con lágrimas en los ojos—. Hasta que se sepa qué pasará con él… yo seré su hogar.

Los policías asintieron, entendiendo que el vínculo ya se había formado. Le dieron instrucciones, la registraron como cuidadora temporal, y se comprometieron a investigar lo ocurrido. Mientras tanto, Lina recibió al bebé en sus brazos. El pequeño, envuelto ahora en mantas limpias, dejó escapar un suave quejido y se acurrucó contra su pecho como si reconociera un refugio.

En ese momento, Lina sintió algo que jamás había sentido: un amor tan fuerte que le atravesó el alma. Ya no era una responsabilidad temporal. Era un lazo profundo, silencioso, nacido del dolor, pero también de la esperanza.

Esa noche, mientras lo acostaba sobre una cama improvisada y le acariciaba la frente, Lina no pudo evitar preguntarse qué destino esperaba a ese pequeño. Pero una cosa era segura: no estaría solo. No mientras ella respirara.

Afuera, el caserío se calmaba con la llegada de la noche… pero todos sabían que la vida de aquel bebé, y quizá también la de Lina, había cambiado para siempre.

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