Hace pocos minuto se presento un grave accidente en la vía Sa…Ver más

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El cielo estaba cubierto de nubes grises, de esas que anuncian tormenta aun cuando el viento parece inmóvil. Era una tarde pesada, silenciosa, casi presagiando que algo terrible estaba a punto de ocurrir. La vía que conectaba San Aurelio con Santa Marta siempre había sido tranquila, rodeada de vegetación y curvas peligrosas que a simple vista parecían inofensivas… hasta que dejaban de serlo.

A esa hora, muchos regresaban a casa después de un largo día de trabajo, con la prisa que nace del cansancio y el deseo de ver a la familia. Entre ellos iba Don Esteban, al volante de su pequeña camioneta roja. Tenía 52 años, dos hijos esperándolo para cenar y una esposa que siempre dejaba encendida la luz del porche para recibirlo. Llevaba años recorriendo esa carretera, confiando en que la rutina lo protegería.

Pero la rutina es traicionera.

Ese día, mientras avanzaba por la curva del kilómetro 14, un estruendo rompió el silencio.
Un segundo antes, la carretera había sido solo carretera.
Un segundo después, era caos.

Un vehículo que venía en sentido contrario —a gran velocidad, según testigos— perdió el control en la curva mojada, derrapó violentamente y chocó de frente contra la camioneta de Don Esteban. El impacto fue tan brutal que su pequeño vehículo se partió en dos, como si fuera de papel, arrojando piezas por toda la vía. El sonido metálico resonó en el aire, seguido por un silencio que helaba la sangre.

Los primeros en llegar fueron motociclistas que pasaban por ahí. Al ver la escena, se quedaron inmóviles por unos segundos, sin poder creer lo que veían. Pedazos del motor, ropa, cristales, y fragmentos irreconocibles estaban regados por todo el asfalto. El fuerte olor a combustible comenzaba a invadirlo todo.

—¡Dios mío… alguien llame a emergencias! —gritó uno de los jóvenes, con la voz quebrada.

Se acercaron con cuidado. Entre los restos retorcidos de lo que había sido la parte trasera del vehículo, encontraron señales que ninguno quería ver. La violencia del impacto había sido tan severa que la carretera parecía un mural de tragedia.

Un hombre alto, que había visto el accidente desde lejos, se acercó rápidamente al lado de la camioneta aún pegada al barranco. Dentro, atrapado entre los metales doblados, estaba Don Esteban. Tenía los ojos entreabiertos, respirando con dificultad, como si el alma estuviera luchando contra el dolor para no soltarse de su cuerpo.

—Tranquilo, señor… ya viene ayuda. No se duerma… —susurró el hombre, sosteniéndole la mano aunque temblaba.

Don Esteban intentó hablar. Sus labios se movieron, pero la voz no salía.
Quizá dijo el nombre de uno de sus hijos.
Quizá dijo “lo siento”.
Quizá dijo “no quiero irme”.
Nadie lo sabrá con certeza.

Los minutos se hicieron eternos. La ambulancia tardó, como siempre pasa en los momentos en que más se necesita. Los vecinos de la zona llegaron, algunos llorando, otros rezando en silencio. El sonido de sirenas se escuchó a lo lejos, pero cuando los paramédicos finalmente lo sacaron del vehículo, ya era tarde.

La carretera quedó muda. Los que estaban presentes sintieron que el aire pesaba más, como si la tragedia hubiera caído sobre todos ellos por igual.
El sol se escondió detrás de las nubes y un viento suave comenzó a soplar, como si la naturaleza misma estuviera llorando junto a ellos.

En la casa de Don Esteban, la luz del porche seguía encendida.
Sus hijos esperaban sentados a la mesa, preguntándose por qué papá tardaba más de lo normal.
Su esposa miraba el reloj sin imaginar que en ese mismo instante la carretera, la lluvia y el destino habían decidido cambiarles la vida para siempre.

Porque un accidente no dura un minuto.
Un accidente dura toda la vida de quienes pierden a alguien.

Detalles en la sección de comentarios.