La doñita iba tranquila por la orilla cuando ese camión pesado dobló sin mirar y sus enormes gomas la…
La mañana había comenzado como cualquiera en aquel pueblo lleno de ruido, motores y vendedores ambulantes que llenaban las calles con voces cálidas. A esa hora, cuando el sol apenas empezaba a colarse entre los techos, doña Celia caminaba despacito, apoyándose en su bolsita del mercado como si fuera un bastón improvisado, avanzando por la orilla de la vía que conocía desde niña. Cada paso tenía la suavidad de quien camina pensando en los nietos, en la comida que prepararía al llegar, en la vida sencilla que tantas veces la había sostenido.
Siempre caminaba por ese mismo borde de la carretera, pegada al pasto, lejos del asfalto caliente y del bullicio. Sabía que los carros pasaban rápido, pero también sabía leer los ritmos de la calle como quien descifra el pulso del tiempo. Aquella mañana no tenía prisa; llevaba en la bolsa un pan recién comprado, un ramito de culantro y el orgullo de haber salido temprano antes que todos. “Un día más”, pensó con una sonrisa tímida.
Pero, como ocurre en las historias que duelen, el destino a veces se cruza sin pedir permiso.
La vibración del camión se sintió antes de escucharlo. Era un monstruo de metal que venía doblando la esquina, cargado, pesado, con un ruido grave que parecía hacer temblar hasta las hojas de los árboles. El conductor, distraído entre el cansancio y el teléfono que vibraba en el tablero, tomó la curva sin reducir la velocidad, confiado en que la calle estaría despejada como siempre.
Doña Celia sí lo vio. Intentó hacerse más a un lado, pero no había más camino, solo maleza y un pequeño desnivel. Todo ocurrió tan rápido, tan brutalmente silencioso, que ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Las enormes gomas del camión la arrastraron hacia abajo como si la calle la hubiera tragado. Y entonces el mundo entero pareció detenerse.
Las motos frenaron. Los vendedores quedaron inmóviles. Una mujer dejó caer una bolsa de frutas que rodó por la acera sin que nadie la recogiera.
La gente corrió, desesperada, al mismo tiempo que el conductor bajaba del camión con el rostro descompuesto, incapaz de entender cómo un segundo podía destruir una vida que había sido construida con tantos años.
Cuando por fin lograron detener el tráfico, el silencio se volvió un cuchillo. Una manta improvisada cubrió el pequeño cuerpo que tantas veces caminó esas mismas calles sin hacer ruido, sin molestar a nadie, siendo parte esencial del paisaje humano del barrio.
Los vecinos comenzaron a llegar uno por uno. Algunos lloraban en silencio; otros, aún sin creerlo, miraban al cielo buscando respuestas que nunca llegarían. Los que conocían a doña Celia recordaban sus historias, su forma de reír bajito, su manera dulce de preguntar por todos, aunque tuviera su propio dolor escondido en los ojos.
Pero lo más devastador ocurrió minutos después: su hija, avisada por un vecino, llegó corriendo. Traía aún el delantal puesto, la cara húmeda de sudor y angustia, y cuando vio la escena, se desplomó como si su alma hubiera sido arrancada del pecho. Su llanto se mezcló con los ruidos del tráfico detenido, con las voces apagadas de quienes intentaban consolarla, con la impotencia de saber que ningún abrazo podía reparar esa herida.
El conductor del camión, temblando, cubrió su rostro con las manos. Sabía que nunca olvidaría ese instante, que aunque la justicia dijera lo que dijera, él cargaría para siempre con la sombra de aquel giro fatal. Y en medio de todo el caos, una anciana que la conocía desde hacía décadas se acercó, tocó la manta con ternura y murmuró: “Ella solo quería volver a casa…”
La calle quedó marcada ese día. Un punto donde todos bajan la velocidad, donde las voces se apagan, donde los recuerdos de doña Celia caminan aún, como un eco suave que se resiste a irse.
Porque hay historias que no deberían pasar.
Y hay personas cuya ausencia deja un vacío demasiado grande para describirlo.
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